¿Para qué escribimos? Porque hablar no basta. La soledad de la escritura no es un arte, ni algo que se pueda dar en un tiempo o lugar en específico. Escribir de manera automática no significa tener, precisamente, un hábito de escritura. Escribimos para la comunicación, lo instantáneo y como requisito académico. Visualizar la escritura como una forma de expresión nos presenta un panorama distante y poco factible, al menos por ahora.
Escribir no tendría porqué promoverse como algo intelectual ni con lo cual habría que distinguirnos del resto de las personas. En primer lugar, escribir es un asunto personal. La tónica que le impregnamos a esto nada tiene que ver con el mundo de afuera; se escribe no para ser una mejor persona, ni para cumplir con requisitos sociales -aunque sabemos que hoy en día todo es social, todo es hacia afuera, y todos tienen que ser testigos de nuestras vidas-.
Desde la quietud, desde lo personal e introspectivo, escribir es un acto de reflexión con el cual podemos encarnarnos a nosotros mismos, a lo que llevamos dentro, y como forma de conocer de qué manera materializamos lo que habita en nuestra mente. Sea una historia, un sentimiento o una idea; seguimos enfrentando la cruzada de invitar a leer y a escribir como un gusto, como una opción tal vez poco práctica pero funcional al mundo de allá afuera y sus dificultades. Toda preocupación, todo dolor, todo problema, podría ser canalizado desde la escritura.
Escribir, podría ser más una manera de protesta; de usarlo no como nos lo han sugerido, y sin otra finalidad que la de encontrar en el acto honestidad, tranquilidad; una voracidad que despierta poco a poco, porque el mundo de allá afuera no nos basta, y no nos funciona. ¿Quién pensaría en escribir cuando se tienen cuentas que pagar, una familia que mantener, un trabajo que sostener? Y así miles de preguntas que justifican el por qué habríamos de recurrir, nosotros como mortales, a escribir sólo porque sí.
Las medidas de las escuelas públicas para incentivar a la escritura siguen apostándole a infravalorar el gusto y las capacidades de sus alumnos. Quien no escribe no puede enseñar a alguien más a escribir; no desde la concepción autómata que tenemos de lo que es escribir, sino como una herramienta real que nos llene. En la urgencia está el mal; a nadie le interesa que escribas, pero si descubres que puedes hacerlo, y reconoces ese gusto en ti, tiene que haber una manera de que resistas a lo automático y lo practiques en conciencia.
Nos han saturado de tantas excusas mediocres sobre por qué el mexicano promedio no escribe y no lee, que se nos ha olvidado dirigir nuestra atención a las fallas y solucionarlas. ¿El problema radica en un sistema educativo fallido? También, pero seguimos pasándole el balón a alguien más.
Sería más fácil si lo acogiéramos con sencillez y naturalidad. Pero claro, ¿entonces con qué bandera llegarían tantos misioneros de la intelectualidad a abrir los ojos de los pobres que necesitan ser redimidos?
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